Verdaderamente: Un sermón narrativo, en primera persona, sobre las Siete Palabras desde la cruz y las Siete Palabras a la cruz (Audio, Vídeo & YouTube).
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Vea otros sermones para la Semana Santa

Verdaderamente: Un sermón narrativo, en primera persona, sobre las Siete Palabras desde la cruz y las Siete Palabras a la cruz (Audio, Vídeo & YouTube).
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El viernes es el día de la muerte. Temprano en la mañana, Jesús es arrestado y llevado preso ante los líderes religiosos de Jerusalén. Estos le juzgan–ilegalmente, por cierto–por los delitos de sedición y blasfemia. Poco después, el Galileo es llevado ante un gobernante cobarde—Poncio Pilatos—y ante un político corrupto—Herodes Antipas—para ser azotado, golpeado, torturado y condenado a muerte. Entonces, es presentado ante el pueblo junto a Barrabás—un criminal habitual—para que la masa escogiera uno para ser liberado. Y la turba, sedienta de sangre inocente, escoge al justo como la víctima que había de morir en la cruz.
No hay esperanza; el galileo se dirige a la cruenta muerte en la cruz. Allí, entre los clavos y el madero, encontrará la voluntad de Dios para su vida. Allí, dirá las siete “palabras”, siete frases que resumirán su obra, su trabajo, su labor en beneficio de la humanidad.
La segunda palabra es:
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Imaginen el cuadro: el justo, el fiel, el verdadero, el santo de Dios está crucificado entre dos criminales en el monte de la calavera.
Y si digo “criminales” es por una razón justificada. La cruz era el castigo más violento y despiadado que se conocía en el mundo romano. Al crucificado se le colocaba en lo alto de una cruz para morir asfixiado por el peso de sus músculos desgarrados sobre su pecho. En la cruz, el hambre, la sed, la infección y la gangrena carcomían al condenado. Además, los judíos consideraban que cualquier persona crucificada quedaba “maldita” por la ley de Moisés (Dt. 21.22-23). Por eso le crucificaban alto, para que no contaminara la tierra. Por estas razones sólo eran crucificados los extranjeros, los sediciosos y los criminales más despiadados; porque el castigo de la cruz era algo inhumano.
Jesús es colocado en el Gólgota entre dos crucificados; es llevado a lo alto del monte de la cruz entre dos malhechores que padecían justamente, según confiesa uno de ellos (v. 41).
El cuadro es interesante. En el momento en que los tres condenados a padecer fueron elevados en sus cruces, comienza una dolorosa conversación. Uno de los criminales se burla de Jesús, sugiriéndole que se salve a sí mismo y que le salve a él también. El malhechor le pide a Jesús que haga un milagro, que llame a sus discípulos, en fin, que haga algo para detener la ejecución. Entonces entra en escena el otro criminal, quien reprende al primero por equipararse con Jesús. Después de callar a su compañero, se dirige a Jesús, hablando seguramente con gran dificultad. Este otro criminal reconoce la grandeza de Jesús y le pide “posada”; le pide humildemente que se acuerde de él cuando venga en su reino.
Si, lo oyeron bien, el primero en reconocer al Crucificado como Señor fue otro crucificado. Un marginado, desecho por la sociedad, es quien recibe la revelación divina que le permite reconocer en Jesús al Mesías prometido. A este compañero de cruz, Jesús le ofrece la esperanza de vida eterna. Y esta vida no se pospone a un futuro lejano. La vida abundante que Jesús ofrece comienza aquí y ahora.
Esta es una buena noticia para toda aquella persona que ha sufrido en la vida. Todos aquellos que han sido “crucificados” por el dolor, la pobreza, el desamor y el sufrimiento, pueden encontrar la vida plena en Jesús.
Tercera de las Siete Palabras, para el viernes de la semana santa: Mujer, he ahí tu hijo – He ahí tu madre – Juan 19.26-27
La tercera palabra es: “Cuando vio Jesús a su madre y al discípulo a quien él amaba, que estaba presente, dijo a su madre: Mujer, he ahí tu hijo. Después dijo al discípulo: He ahí tu madre. Y desde aquella hora el discípulo la recibió en su casa.” (Juan 19.26-27)
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De todos los discípulos de Jesús, sólo uno estuvo con él durante el proceso judicial. Pero, para ser justos, debemos decir que no tuvo que enfrentarse a las autoridades judías ni a las romanas. La tradición nos dice que entró al patio de la casa del Sumo Sacerdote porque conocía a su familia. Este discípulo fiel es llamado “el discípulo amado” en el evangelio que lleva su nombre. Allí se indica que su relación con Jesús era tan cercana que acostumbraba recostar su cabeza sobre el pecho del Maestro. Este discípulo amado no es otro que Juan, el mismo que recibió a María en su casa después de la muerte de Jesús.
Muchas conjeturas se han hecho sobre por qué Jesús le encomendó el cuidado de su madre a Juan. Algunos dicen que sucedió porque José había muerto, lo cual probable. Otros dicen que sucedió porque Juan era hijo de Zebedeo y Salomé, la hermana de María. Por lo tanto, Juan era primo-hermano de Jesús. Esto también es probable. Pero se me antoja pensar que la razón es aún más profunda. Veamos lo que dice el Evangelio de Juan, capítulo 7, versículo 5: “Porque ni aún sus propios hermanos creían en él [Jesús]”.
María fue encomendada por Jesús a su discípulo Juan porque fue rechazada por su familia a causa de su fe. La madre fue echada a un lado por la falta de fe de sus hijos.
Esto tiene dos ribetes importantes. En primer lugar, vemos una vez más que el Evangelio es un mensaje para aquellas personas que son rechazadas. Es palabra de Dios para quienes no tienen lugar en la sociedad. Es buena noticia para el que está desamparado y necesita consuelo, ayuda, protección y abrigo. Al morir Jesús, María quedaba desamparada. Por eso Jesús le brinda protección.
Sí, escuchó bien, el Crucificado aún en su dolor puede consolar y proteger al desamparado.
En segundo lugar, debemos señalar que la experiencia de María y Juan es la vivencia de muchos de nosotros. Nuestra familia más cercana es la familia de la fe. Al colocar a su propia madre al cuidado de un discípulo suyo, Jesús inaugura una nueva comunidad: la iglesia. Esa iglesia de Cristo es la que ama y cuida al necesitado; la que se preocupa por el desamparado; la que consuela al afligido. Esa es la iglesia donde todos somos hermanos y hermanas, en el nombre del Señor.